- Orlando Gomez
- Jun 12
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Mi estimado profesor, Eduardo Jorge Pratts, presumo que inspirado por Thomas Hobbes, siempre se ha referido al Estado como el Leviatán, y al robustecimiento del Derecho Administrativo como el esfuerzo de domar a ese Leviatán. Hoy tengo el atrevimiento de sustituir al Leviatán de mi profesor, por el Kaiju regulatorio que viene pisoteando la capacidad de acción no solo de los negocios y mercados, sino del mismo Estado.
La República Dominicana empezó a dar forma su cuerpo regulatorio a partir de la década de los 90s, y desde entonces se han venido acumulando normas sobre normas, reglamentos, decretos, leyes, resoluciones, y la fábrica regulatoria sigue y sigue como un Kaiju, palabra japonesa para referirse a los monstruos que cuentan sus leyendas, concentrado en sus batallas sin ningún tipo de consideración por la ciudad que viene pisoteando y destruyendo en el camino.
En artículos anteriores ya he comentado sobre como el Estado se ha venido autorregulando en una camisa de once varas que le dificulta ejecutar sus objetivos sociales y políticos y como ha venido disminuyendo su capacidad estatal para actuar. El ejemplo más reciente ha sido la declaratoria de emergencia sobre la recogida de desechos sólidos en el Distrito Nacional, no voy a hacer juicio sobre la medida y la ejecución legal de la misma, ya que lo que debería llamarnos la atención es que el Estado se viera en la necesidad de tener que acudir a la figura de la declaratoria de emergencia para poder mantener la continuidad de un servicio que ha hasta ahora había venido dando con normalidad.
Pero si esto lo hemos venido legislando sobre el Estado, la tragedia que recae sobre el sector privado es aún mayor, donde no solo debe este debe dar frente a cada destello de creatividad legislativa sino que debe navegar las peligrosas aguas donde vive el Kaiju administrativo. El Kaiju regulador administrativo es un archipiélago donde cada isla define sus prioridades normativas sin ninguna consideración a lo que vienen haciendo sus islas vecinas. Esto resulta en un costo cada vez más elevado de cumplimiento normativo, una implementación errática o duplicada de procesos, una afectación severa de la seguridad jurídica y una dificultad cada vez mayor de complacer reguladores más obsesionados en como se hacen las casos y como se agotan los procedimiento que a los objetivos de una buena regulación.
Esta cultura regulatoria ha venido tomando forma por más de 30 años, por lo que no es, ni debe ser vista como un problema político, el Kaiju ni nació ayer ni va a desaparecer mañana. Pero después de todo este tiempo quizás ya debemos empezar a reconsiderar la marcha que hemos ido llevando, tratar de dar dos pasos hacia atrás antes de dar uno hacia adelante, orientarnos más en el objetivo regulatorio que en las formas, apuntar a leyes y normas razonables, atrevernos a visualizar el mapa de procesos que hemos venido construyendo y cortando lo innecesario y lo redundante, reducir los costos de cumplimiento regulatorio y hacerle la vida un poco más fácil no solo al sector privado, sino al mismo Estado que debe tener el derecho a poder dar más a sus ciudadanos que montones de papeles, años de procedimiento y pocos resultados. Es tiempo de calmar un poco el Kaiju regulatorio.
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