- Orlando Gomez

- Nov 7
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La semana pasada a raíz de la tormenta Melissa gran parte de nuestro territorio fue declarado en alerta roja. Todos los que hemos vivido un tiempo en este país plantado en el mismo medio del Mar Caribe tenemos una vaga idea de lo que significan esas alertas semafóricas, rojo es aviso de tormenta, amarillo es alerta y verde es un llamado de atención. El problema está, como bien evidenció la tormenta Melissa, es que si bien tenemos una noción de lo que significan las alertas, claramente nadie o muy pocos saben lo que debemos hacer con cada una.
Desde que tengo memoria, sea con el Huracán George, las tormentas Olga y Noel, o con cualquiera de las tormentas que se nos acercan cada verano, el Centro de Operaciones de Emergencia hace sus alertas y la población (incluyendo al Estado) hace sus adivinanzas de lo que implican en términos prácticos esas alertas.
La Ley de Gestión de Riesgos y su reglamento que establecen los sistemas de alerta y respuesta para la mitigación de desastres no parecen ser adecuados para las necesidades prácticas de la población, porque si bien establecen alertas para que “la población y las instituciones adopten una acción específica ante la situación que se presenta”, en ninguna parte se define concretamente cuales son esas acciones específicas.
Por un lado, debemos separar las alertas metereológicas de las alertas de riesgos. Es perfectamente posible que un fenómeno atmosférico tenga alta probabilidades de ocurrir pero que los riesgos derivados de este sean menores, o que eventos que no nos choquen directamente sí puedan provocar daños materiales al país. Considerando eso, debemos tener una alerta concreta de riesgos con consecuencias específicas y accionables.
En términos prácticos, bajo un esquema de alerta de riesgos, una alerta roja significa una suspensión inmediata de labores y clases en los centros educativos, suspensión que se levanta el día laborable siguiente a la terminación de la alerta roja. Nada de interpretaciones aisladas en el sector público o privado, nada de aclaraciones del Ministerio de Trabajo o de Educación, la alerta en sí viene con consecuencias directas y accionables para todos.
Junto a esto también se deben incluir guías de mejores prácticas en la formación de planes de contingencia institucional del sector público y privado que definan las acciones específicas apropiadas para cada nivel de alerta, lo que a su vez vendría acompañado de una definición de “servicios esenciales” que deben procurar su continuidad aún durante la ocurrencia de un evento de riesgo.
Un sistema de alerta de riesgos puede y debe tener matices que una alerta meteorológica no tiene, pudiendo activarse para barrios o municipios o hasta sectores económicos o sociales específicos sin tener que impactar a toda una provincia o el país, lo que le daría el carácter que deben tener este tipo de alertas tanto para la población que lo recibe como para el Consejo Nacional de Prevención, Mitigación y Respuesta ante desastres que las emite.
Estamos entrando una nueva era climática en el planeta, y República Dominicana en específico es especialmente vulnerable. El sistema de gestión de riesgos para hacer frente y mitigar las consecuencias debe ser refinado para reflejar la naturaleza del riesgo al que nos enfrentamos y para ello necesitamos un sistema de alertas claro y accionable sin interpretaciones.


